Un alto en el camino




El Remanso de Neptunia, a apenas 35 Km. de Montevideo, a consecuencia de la economía de mercado que lo dejó de costado por no tener costa sobre el Río de la Plata, posee buena parte de su territorio cubierto de malezas, arbustos y árboles donde apenas se dibujan las sendas que hacen los buscadores de hongos después de la lluvia y los animales confidentes que me nutren de anécdotas para las fábulas remanseras.

Tengo el privilegio de tener frente a mi casa, una zona arbolada de estas características, a la cual recurro para obtener algunas plantas para el jardín.

El día del relato me dispuse buscar unos retoños de grategus para el cerco, aprovechando que la lluvia había cesado y las nubes dejaban escapar algunos rayos de sol, templando la mañana.

A esos efectos tomé la carretilla, la pala y la azada, llamé a las perras que viven en casa y con un gesto apenas, las invité a que me acompañaran. Ellas ni cortas ni perezosas salieron corriendo adelante a compartir la caminata.

Seguramente es cosa de la edad en que uno recuerda mejor cosas de su pasado remoto que los sucesos del día anterior, sea por lo que sea, cuando entré al bosque, recordé como deseaba en mi niñez poder hacer paseos con los perros de casa, en el cual nos sintiéramos mutuamente acompañados.

Recorrí primeramente las sendas más amplias, pero las búsquedas de retoños me llevó a transitar por lugares poco amigables tanto por las espinas de los arbustos como por los mosquitos que aprovechaban a nacer con el calor de los rayos de sol que tímidamente se colaban entre las ramas de los árboles, después de varios días de lluvia.

A esa altura ya los perros estaban en otra cosa y quedé solo, evitando espinas y aguijones, pala en mano escarbando la tierra en procura de los grategus.

Mientras tanto reflexionaba sobre mi vida, quizás todavía impregnado del recuerdo de la niñez y la alegría de poder hacerlo ahora en el ocaso de mi vida, valorando la capacidad de desplazarnos por nuestros propios medios y menospreciando de cierta manera a los inmóviles arbustos que me dificultaban hacer la tarea.

De pronto, siento una voz extraña, distinta a todas las alguna vez escuchadas, que me dijo en forma interrogante: ¿Porque valoras tanto tu capacidad de caminar?

Primero pensé que era una voz interior, ya que se compadecía con lo que estaba pensando, pero luego dudé, habían sido mis oídos que percibieron esa interrogante. Recorrí el intrincado entorno con mi vista, buscando a quien me hablaba. Ni persona ni animal se divisaba, solo árboles, arbustos, matas y algunas enredaderas que se entreveraban entre ellos.

Cuando comenzaba a inclinarme de nuevo sobre la pala para hincarla en la tierra, oí a la misma voz que me decía: Soy yo, el ligustro que tienes por delante.

Les confieso que pasaron miles de pensamientos por mi cabeza, ya por hablar con los animales muchos piensan que estoy loco o a lo sumo que es una fantasía que uso para vengarme de algunos o valorar a otros, pero hablar con un arbusto flaco y alto en medio del monte ni yo estaba preparado para ello.

Luego de asegurarme que no era una broma, afronté la situación y me dispuse a vivirla, en última instancia, como un nuevo desafío que me imponía mi propia existencia.

Lo miré, buscando su boca, ya que a nosotros los de la especie animal no se nos ocurren otra cosa, pero su voz no salía de una parte en particular, más bien parecía partir de donde se posaba mi vista cuando lo recorría.

El ligustro insistió con su interrogante, ahora con más humildad, dándome la idea que le interesaba la respuesta, y por ello la despojó del reproche que parecía contener su primera y sorpresiva pregunta.

Mientras miraba para todos lados, le dije que para mí, la vida era una búsqueda y el desplazarme de un lugar a otro me facilitaba ese objetivo existencial y me permitía descubrir todos los días aspectos distintos de la naturaleza en todas sus dimensiones.

El ligustro me demostró rápidamente que no tenía una hoja de tonto, casi digo un pelo, ya que valoró mi respuesta, pero también le preocupó mi actitud de mirar para todos lados cuando hablaba. Entonces me dijo: “Tienes miedo que te vean hablando aparentemente solo, temes lo que pueden pensar los demás. ¿ No es esto una debilidad cuando se está dando una respuesta con contenidos tan trascendentes ¿ Bueno, mira en última instancia quizás tengas razón, tú pasas unos minutos en el bosque de vegetales y todo el resto de tu existencia en la maraña de seres humanos, llena de prejuicios y suciedades donde la apariencia tiene más valor que el ser”.

Cuando no había salido de mi asombro, por haber sido descubierto por un enflaquecido arbusto, continuó: “Piensa, para comunicarte con nosotros alcanza con pensar, emitir sonidos es cosa de animales”

De pronto, me di cuenta que la palabra sinceridad no existía en el vocabulario vegetal, que la habíamos inventado los hombres para ilustrar las pocas veces en que decíamos lo que pensábamos.

Ellos no podían dejar de ser sinceros y yo con ellos tampoco.

Por un momento, pensé en este flaco, débil y alto arbusto que en tan poco tiempo me había hecho vivir una experiencia tan extraordinaria, en su sentido más literal, ya que lo menos común que le puede acontecer a un individuo es conversar con un arbolito.

El ligustro, emitió algo parecido a una risa, lo cual me dio la idea que recibió mi mensaje, en buena parte involuntario, ya que me daba mucho trabajo pensar sólo lo que quería comunicar.

Continuó: “Es cierto lo de mi apariencia, soy flaco porque soy joven, un árbol tiene tiempos distintos que los humanos, si nos dejan podemos vivir cientos de años, parezco débil pero mi fortaleza está en el bosque, en el conjunto y soy alto porque también busco y para ello me muevo, distinto que tu, pero me muevo creciendo buscando la luz, luz que ya encontraron otros árboles”

Junté los grategus que quería poner en el jardín, con mucho cuidado y mucho respeto, volví en silencio, pero con un nuevo silencio, el que me permitiera pensar lo que digo y decir todo lo que pienso en cualquier circunstancia, como en el bosque.


El remansero